El trabajador -en empresas tecnológicas- se inserta en organización ajena, extrañado de las estrategias de mercado, privado de clientela propia, incapaz de fijar precio por su actividad, sometido a controles algorítmicos, sujeto a sanciones y, en ciertos casos, obligado a prestar servicios personales, usar uniforme y exhibir símbolos corporativos de la unidad productiva que otro dirige. ¿Qué clase de autonomía es esa?
Más allá de la densa jerigonza que envuelve a esta modalidad empresarial, lo cierto es que, a la luz del principio de primacía de la realidad sobre las formas o apariencias, consagrado -por ejemplo- en el párrafo 9 de la Recomendación 198 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)- los servicios ejecutados mediante plataformas tecnológicas suelen carecer de autonomía: "por la callejuela transita un sujeto pedaleando presuroso sobre la bicicleta, mientras ojea de cuando en cuando su teléfono móvil. A la espalda una mochila –estampada con colores y logotipos que identifican a la empresa de otro-, donde –seguramente- guarda la comida que hace poco recogió en un restaurante cercano –debidamente registrado en la aplicación tecnológica que ese otro ha desarrollado-. Es de suponer que la entregará a algún famélico y ansioso usuario, en la dirección y por la ruta que dicha aplicación le indica. Al final, recibirá una retribución que –una vez más- ese otro –omnipresente- ha fijado de modo unilateral".
Parafraseando el micro cuento de Augusto Monterroso, El dinosaurio, cuando despertemos del embeleso por la empresa digital, el dinosaurio de la subordinación todavía estará allí.
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